Siempre que he visto en latitudes tropicales ejemplares de especies (existen más de mil) que se encuadran dentro de lo que conocemos como “bambú” me he maravillado del porte que tenían y de la velocidad de su crecimiento, con independencia que se consideraran un recurso con una utilidad comercial manifiesta o, simplemente, una mala hierba (y valga la redundancia, porque son gramíneas).
Dentro del proceloso conjunto de servicios ecosistémicos asociados a los sistemas forestales, los de provisión ligados a la alimentación humana son, en muchas ocasiones, soslayados o, cuanto menos, no valorados como, a mi juicio, se debería.
Si habláramos de la jara pringosa (Cistus ladanifer L.), estoy seguro que muchos asociarían a esta especie con realidades vinculadas a los incendios, a procesos de degradación en ciertas especies del género Quercus o, simplemente, a unos matorrales muy densos y que, a priori, no despiertan demasiada atención ni interés económico.
La percepción que la sociedad tiene de los sistemas forestales ha cambiado mucho en los últimos lustros. Estoy completamente seguro que si se le pregunta aleatoriamente a un individuo sobre lo que representa para él un monte ahora y hace treinta o cuarenta años, las respuestas pueden ser muy diversas.
Bambú
Siempre que he visto en latitudes tropicales ejemplares de especies (existen más de mil) que se encuadran dentro de lo que conocemos como “bambú” me he maravillado del porte que tenían y de la velocidad de su crecimiento, con independencia que se consideraran un recurso con una utilidad comercial manifiesta o, simplemente, una mala hierba (y valga la redundancia, porque son gramíneas).